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martes, 10 de enero de 2012

Salomé, el amargo sabor del amor


¡Ah, no podías tolerar que besara tu boca, Iokanaán! ¡Bien! Ahora la besaré. La morderé con mis dientes como se muerde un fruto maduro. Sí, besaré tu boca. Iokanaán. ¿Acaso no te lo dije? Ahora la besaré.
Pero, ¿por qué no me miras, Iokanaán? Tus ojos, antes tan terribles, tan llenos de furia y desprecio, ahora están cerrados. ¿Tienes miedo de mí, Iokanaán, y por eso no me miras?...


Y tu lengua, que era como una sierpe roja arrojando veneno, ya no se mueve, no dice nada ahora, Iokanaán, esa víbora escarlata que escupía su veneno sobre mí. Nada querías tener conmigo, Iokanaán. Me rechazaste. Pronunciaste palabras malignas en mi contra. ¡Me trataste como a una ramera, como a una libertina, a mí, Salomé, hija de Herodías, princesa de Judea!


Y bien, Iokanaán, yo sigo viva y tú estás muerto y tu cabeza me pertenece. Puedo hacer con ella cuanto se me antoje. Puedo arrojársela a los perros y a las aves del cielo… Ah, Iokanaán, Iokanaán, fuiste el único hombre al que amé. Los demás me resultan odiosos. ¡Pero tú eras hermoso! Tu cuerpo era una columna de marfil colocada sobre una cavidad de plata. Era un jardín lleno de palomas y azucenas de plata. Era una torre de plata revestida de marfil. No había nada en el mundo tan blanco como tu cuerpo. No había nada en el mundo tan negro como tu pelo. En el mundo no había nada tan rojo como tu boca. Tu voz era un incensario que esparcía perfumes exóticos, y cuando te miraba oía una rara música.


¡Ay!, ¿por qué no me miraste, Iokanaán? Detrás de tus manos y de tus maldiciones ocultaste tu rostro. Tapaste tus ojos con el velo de quien hubiera visto a su Dios. Bien, viste a tu Dios, Iokanaán, pero a mí, a mí jamás me viste. Si me hubieses visto me habrías amado. Yo te vi., Iokanaán, y te amé. ¡Oh, cómo te amé! Todavía te amo, Iokanaán, sólo a ti te amo… Estoy sedienta de tu belleza, hambrienta de tu cuerpo, y ni las frutas ni el vino pueden saciar mi apetito. ¿Qué haré ahora, Iokanaán? Ni los torrentes ni los océanos pueden mitigar mi pasión. Yo era una princesa y me despreciaste. Era virgen, y me arrebataste la virginidad. Era casta y llenaste mis venas de fuego… ¡Ay, ay!, ¿por qué no me miras, Iokanaán? De haberme mirado me hubieras amado. Me hubieras amado, lo sé, y el misterio del amor es más grande que el misterio de la muerte. Sólo cabe respetar el amor.

¡Ah! Besé tu boca, Iokanaán. Besé tu boca. Sentí un sabor amargo en los labios. ¿Sería el sabor de la sangre…? Aunque, tal vez, sea el sabor del amor… El amor, dicen, tiene un sabor amargo… Pero, ¿y qué? ¿Y qué? Besé tu boca, Iokanaán.

Fragmento: Salomé de Oscar Wilde
Ilustraciones: Aubrey Breadsley

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